jueves, 24 de julio de 2014

¿Enterrar semillas o colocarlas en una cuna?


Una experiencia innovadora en una escuela rural brasileña nos obliga a repensar la fuerza explosiva de las palabras





Esta columna se podría titular también "La fuerza de una idea". Se trata de un hecho real: la historia de un cambio de palabras que se convirtió en la fuerza motriz de una experiencia pedagógica. Ocurrió en la escuela primaria piloto Hermann Muller, en la preciosa ciudad brasileña de Joanville. Se trató de cambiar la palabra “cova” por la palabra “berço”.
La protagonista es la profesora Silvana Aparecida, que de la nada, con la fuerza de una idea, empezó a alfabetizar creativamente a los niños de una zona rural. Lo hizo utilizando flores y poesías, sembradas juntas en el jardín de la escuela en el que los alumnos aprendieron a cultivar las semillas de las plantas. El jardín acabó sembrado también de poemas.
Los versos se convertían en flores de palabras y los nombres de las flores en cartilla de abecedario. Y se hizo el milagro; aquellos niños de familias pobres aprendieron a leer antes de la edad en la que un niño suele empezar a silabear las palabras.
En la experiencia fueron involucrados los padres de los alumnos, muchos de ellos campesinos y cazadores, a los que sus hijos, que en la escuela aprendieron a descubrir la fuerza de la libertad en el vuelo de las aves, acabaron convenciéndoles de jubilar sus escopetas para dejar tranquilos a los pájaros en los árboles.
En medio de esa experiencia innovadora y creativa, tuvo lugar algo significativo que nos obliga a pensar lo explosivas que son a veces las palabras y que me contó Silvane días atrás.
En portugués, el agujero que se hace para colocar las semillas se llama “cova”, que evoca la sepultura. La profesora que se esfuerza para inculcar en sus alumnos la idea motriz de vida en vez de la de muerte, tuvo la idea (¡la fuerza de las ideas!) de cambiar aquella palabra (¡la fuerza de las palabras!) y les dijo a los niños que para colocar las semillas, que es algo vivo y de las que nacería una nueva vida, iban a preparar para ellas, en vez de una “sepultura”, una “cuna”, que se construye con amor para recibir una nueva vida.
Me contó que con solo cambiar aquella palabra cambió la actitud de los niños al preparar la tierra para colocar en ella las simientes. “Los niños empezaron a remover la tierra con mayor cariño. Hacían el agujero en forma de cuna, acariciaban su forma y se notaba en sus manos que estaban preparando algo precioso para colocar en él a un recién nacido”, me explicó sin conseguir esconder en su relato un cierto estupor que aún la agitaba al recordar la experiencia.
Aquella idea sembrada en una simple escuela primaria enseñó también a los alumnos a respetar, por ejemplo, las diferencias con una dimensión nueva. En vez de aceptar, por compasión, la minusvalía de un alumno, que nació sin una mano, pasaron a verla como algo normal, simplemente distinto.
Esa minúscula experiencia, perdida entre los cientos de miles de escuelas del país, nos obliga a reflexionar no solo sobre lo equivocada que suele estar toda nuestra pedagogía, anclada aún en los modelos y estereotipos medievales, sino también sobre la fuerza que una idea innovadora puede tener en la sociedad y en nuestra propia vida personal o familiar.
Seguimos sin creer en el milagro de las palabras y de sus posibles usos y significados, de la fuerza que entrañan esos símbolos que nos distinguen radicalmente de nuestros hermanos los animales. Sin embargo, como enseña el psicoanálisis, las palabras encierran en sus entrañas una fuerte carga de creatividad y peligrosidad.
La idea -simple y genial al mismo tiempo- de esa escuela de Joanville de plantar semillas no en una sepultura, sino en una cuna, podría aplicarse a nuestras instituciones, a los proyectos políticos y sociales, a toda la pedagogía de la vida.
Si nos convencemos, por ejemplo, de que la violencia que prefigura las sepulturas para sus víctimas es más fuerte que el respeto a la vida; si asociamos la política a la rapiña que acaba sepultando el fruto de la corrupción en las fosas de la iniquidad, o si organizamos los beneficios de la vida social de los pobres en función de espúreas ganancias políticas, estamos usando el concepto de muerte en vez del de vida.
Es significativo que hasta un político avezado como Lula haya confesado días atrás que la política en Brasil “está podrida”.
La indiferencia, la falta de respeto y hasta el desprecio que crece cada día en la sociedad contra los políticos, podría estar relacionada con esa preferencia actual de las instituciones por las sepulturas en las que se pudren las esperanzas de vida de los ciudadanos. Algo que ocurre cuando se prefiere, por ejemplo, el despilfarro de lo público a la austeridad debida al bien común.
Etimológicamente, en griego, política significa el “arte de vivir en sociedad” y también el de “gobernar para el bien de la sociedad”.
Lo social palpita en el corazón de la palabra política, hasta el punto que Aristóteles definió al ser humano como zoón politikón: animal social.
De la raíz etimológica de política, nació la paideia o educación, y de ahí la pedagogía, que es la ciencia que “conduce al niño por el camino de la vida”.
¿Podía la profesora Silvana escoger un modo mejor de enseñar a sus niños a caminar por los senderos de la vida a la que se están abriendo, como una flor en busca de la luz del día?
¿Qué forma mejor de inculcarles a los niños pulsaciones amorosas de resurrección en vez de sentimientos de muerte, que convertir la sepultura donde enterrar las semillas en cuna donde prepararlas a la espera de una nueva vida?
La respuesta es vuestra, padres y madres de familia, que cada mañana lleváis con ilusión a vuestros pequeños a la escuela con el deseo íntimo de que aprendan a amar y respetar con alegría todo lo vivo en vez de verles crecer admirando a los tristes sepultureros de la esperanza.

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